Llegó tarde a la escultura, porque antes pasó por la pintura, las artes decorativas o los tapices y bebió de la influencia, en aquella etapa primera y poco conocida de su carrera, de Gauguin y Puvis de Chavannes, estrechando lazos con los nabis y conociendo los secretos de la decoración mural. Sin embargo, desde que se adentrara en las tres dimensiones en 1895, se convertiría en figura de cabecera de la nueva monumentalidad de esa disciplina en el siglo XX.
La primera antología amplia dedicada a Maillol en un museo parisino desde 1961 (año en que el Musée Nationale d´Art Moderne celebró el centenario de su nacimiento) puede verse este verano en Orsay y nos recuerda que este artista trabajó primero en madera, y en piezas de pequeñas dimensiones, ganándose pronto el reconocimiento de Octave Mirbeau y Ambroise Vollard y enhebrando una red de intercambios estéticos con Maurice Denis, Édouard Vuillard y Rodin.
Resultaría decisivo para su trayectoria su encuentro con el Conde Kessler, que sería su mecenas y para quien realizaría la primera de sus Méditerranées, datada en 1905 y perteneciente a los fondos de la Fundación Oskar Reinhart de Winterthur. Ha llegado hasta París y puede contemplarse en un cara a cara inédito con la segunda de esas figuras, que le encargó dieciocho años después el Estado francés y que custodia el propio Orsay: podemos considerarla un manifiesto de su voluntad de síntesis y simplificación de las formas, opuesta al expresionismo del autor de Los burgueses de Calais. De hecho, se convertiría Maillol en el principal valedor de esa tendencia que negaba la búsqueda de expresividades, instauraba un nuevo clasicismo y dotaba a los cuerpos femeninos de robustez y sensualidad, sin dejar de manejar formas geométricas simples.
La retrospectiva, titulada “La conquista de la armonía”, se nutre del estudio de 36 cuadernos de bocetos que han reaparecido recientemente y que ofrecen nuevas perspectivas sobre la génesis de ciertas obras, un análisis especialmente útil en cuanto que Maillol es un artista conocido por muchos pero, seguramente, incomprendido.
El examen superficial de su trabajo podría revelar que adoptaba una y otra vez un mismo canon de mujer en fórmulas repetitivas, pero ese esquematismo está lejos de ser cierto: demuestra este proyecto que, aunque utilizara un corpus de formas reducido, introdujo en ellas múltiples variaciones, algunas ligadas al empleo de diversos materiales. Justamente en ese frente a frente de sus Méditerranées de 1905 y 1923, corazón de la exposición, es posible apreciar estos matices, una evolución que no solo se debe al manejo de piedra en la primera y mármol en la más tardía.
Su afán de simplificación tiene evidentemente que ver con Cézanne -y su concepción de la obra unitaria- y Gauguin, cuyo peso se advierte también en aquellas pinturas iniciales de Maillol, marcadas por la planitud y su carácter decorativo; dan fe además, esas piezas, del gusto de este autor por el arte “primitivo”, entendiendo como tal el Gótico y el Quattrocento. Cuando, hacia 1890, se sumergió en los tapices (él los diseñaba, varias empleadas bordaban para él), optó por compatibilizarlo con otras disciplinas, como la talla directa de la madera y después la cerámica y el modelado de estatuillas.
Tuvo siempre una gran curiosidad por los pormenores del uso de unos y otros materiales, en cierto modo en línea con artistas vanguardistas de su tiempo que eligieron abiertamente la experimentación; él quiso valerse de tintes naturales para teñir sus bordados, buscando tanto el arcaísmo como la sencillez. No mucho después, hacia 1895, empezó a modelar figuras en la arcilla blanca local que encontró en Banyuls, en los Pirineos Orientales, y consta que disfrutó amasando la tierra; es probable que aquel fuera el detonante de su dedicación definitiva a la escultura.
Desde aquellos comienzos el desnudo femenino sería el eje de su producción, aunque en un principio no lo tuvo fácil: los modelos parisinos eran demasiado caros y las jóvenes de Banyuls se preocupaban por su reputación. Sería su musa Clotilde Narcis, bordadora que se convertiría en su esposa y también en Méditerranée, La Nuit o L’Action enchaînée, como emblema de todas las jóvenes; también posó para él el mencionado Kessler, coleccionista de origen alemán que fue uno de sus más fieles admiradores.
Algunos artistas de su tiempo cuestionaron la ausencia de modelos masculinos en su obra, debida como decíamos a causas pecuniarias (No tengo un modelo a seguir. Rodin puede permitirse tantos como quiera, dijo), y dada la situación, el propio Kessler le proporcionó uno: el joven Gaston Colin, germen del relieve El Deseo y de su Ciclista. La experiencia le pareció más fácil (En un hombre, siempre hay algo, un músculo, con el que ponerse al día. En la mujer no hay nada, no hay formas, hay que inventar todo), pero continuaría trabajando con mujeres, en las que encontró el tipo mediterráneo generoso y estructurado que deseaba plasmar.
Yo creo que tienes que ir muy atrás para encontrar un tan completo desprecio de cualquier preocupación ajena a la simple manifestación de la belleza, dijo André Gide.
En sus procesos creativos resultaba fundamental el dibujo y la mayoría los ejecutaba de memoria: nos han llegado de él muchos cuadernos de bocetos, a veces de dimensiones muy modestas, en los que replicaba todo lo que llamaba su atención: figuras desnudas y vestidas, repetidas, reclinadas, ante el espejo… pero también bicicletas, animales o follaje, junto a anotaciones de nombres de artistas, coleccionistas, proveedores o modelos.
Después, modelaba como si acariciara las formas con los dedos sobre tierra fresca, con y sin modelo, dando pasos adelante y pasos atrás. En realidad, solo tres de sus esculturas pueden considerarse fundamentalmente fieles a quienes las inspiraron: Juventud, Ciclista y Armonía, esta última inacabada, pese a que, en sus últimos años, la atención a la naturaleza se hizo más necesaria que elegida; explicó en 1941 que ya no tenía retentiva para esculpir sin modelos delante. Al trabajo con la tierra fresca le seguía el manejo del yeso, en el que aún refinaba volúmenes o modificaba posiciones de las extremidades y, por último, creaba la obra final en piedra o metal.
Hay que subrayar que, a diferencia de la mayor parte de los escultores de su tiempo, Maillol no se formó en el taller de un artista más o menos anciano, como ayudante, sino que aprendió el oficio por sí mismo, por ejemplo tallando la piedra de su primera Mediterranée en 1905. Prefería los materiales dóciles a la acción del cincel, encontraba en el mármol “una especie de brillo demasiado rico” y escogía el mármol rosa francés, en bruto, de Canigou, frente al italiano inmaculado.
Hasta 1905 desarrolló, sobre todo, obras a pequeña escala, destinadas a coleccionistas y fundidas en bronce, pero para sus posteriores piezas concebidas para situarse en exteriores optaba por el plomo, pues permitía preservar la claridad de las formas. Fueron numerosas las ocasiones en que se le pidió crear monumentos a figuras prominentes de distintas ciudades, encargos a los que él no respondía con los consabidos (y esperados) retratos, sino con alegorías femeninas que causaban confusión, como la citada L’Action enchaînée (1907), que elaboró para el Monumento a Auguste Blanqui de Puget Théniers, en la región de Alpes-Maritimes. Aquel poderoso desnudo generó escándalo. Reticencias también suscitó su Monumento a Cézanne, que estaba destinado a Aix-en-Provence pero terminó instalándose en las Tullerías de París más de dos décadas después, y su germanofilia no ayudó a mantener su reconocimiento tras la II Guerra Mundial.
Entre quienes mejor entendieron sus búsquedas se encontró André Gide, que se refirió así a su primera Mediterranée: Es hermosa; no significa nada, es un trabajo silencioso. Yo creo que tienes que ir muy atrás para encontrar un tan completo desprecio de cualquier preocupación ajena a la simple manifestación de la belleza.
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