El cierre de los museos ha dejado las grandes exposiciones de la temporada en suspenso. ‘Babelia’ propone una visita virtual de las más destacadas. Hoy: la retrospectiva del artista estadounidense en el MoMA de Nueva York.
Ahora que el mundo está patas arriba y nuestra existencia parece transcurrir en un sueño paradójico (REM), es buen momento para abordar la creación artística de la última mitad de siglo XX a partir de autores concretos y no de corrientes y movimientos, términos de por sí escurridizos porque el río no se está quieto y nunca llueva a gusto de todos. Sobre Donald Judd (1928-1994) han caído chuzos, gatos, perros y parte del animalario crítico, cuando en verdad él nunca se consideró un escultor –“mis obras no se esculpen”, dijo– ni un minimalista, y sí un artista-filósofo que quiso ocupar el espacio con objetos que expresaran certezas. Judd creía que el mundo no debía explicarse a partir de una lógica racionalista preexistente sino mediante algo más sencillo, poniendo una cosa detrás de otra, como un juego de niños, un objeto concreto al lado o encima de otro formando columnas de aire, hileras de cajas, adosadas a la pared o sobre el suelo. De la «existencia» de cada uno de esos objetos y de la regularidad de los intervalos se debía extraer el sentido del acto de colocarlas u ordenarlas. Para quien estaba considerado el cabecilla de la estación más fría del arte no hacía falta más que una pala quitanieve para borrar el simbolismo de toda creación artística.
Un momento: ¿qué tiene que ver un objeto duchampiano con la obra de Donald Judd? Pues que sirve para explicar una exposición que no se puede ver en el museo de arte más importante del mundo, además de provocar una reflexión que perturba apriorismos, como el de que Donald Judd era un minimalista. Se advierte al lector de que el objeto ready-made firmado por Marcel Duchamp en 1915 no aparece en los créditos de Judd, la muestra que se inauguró y clausuró casi a la vez el pasado marzo en el MoMA (aunque una versión digital de la misma se puede visitar en su página web hasta el 11 de julio), pero está implícito como algo lacaniano y tan absurdo como la invitación a “navegar” por una retrospectiva -–la más completa de los últimos treinta años en los Estados Unidos– que requeriría la presencia del espectador, pues si algo buscaba Judd no era visibilizar el espacio interior de una forma, sino el exterior, su ocupación en el espacio real.
Sobre el ready-made de la pala quitanieve, Judd poseía un ejemplar (el título de Duchamp era In Advance of the Broken Arm, o Anticipo de brazo roto) que habría instalado cuidadosamente en una esquina de su estudio en el número 101 de Spring Street, en el Soho. Judd fue el primer artista en mudarse al barrio medio abandonado que, décadas atrás, había sido un próspero distrito fabril, así que a fuerza de no querer ser minimalista, se convirtió en adalid de un movimiento sociourbanístico que comenzó en Nueva York y se ha extendido a escala mundial, la sohoización. En 1968, tras hacerse con un edificio de cinco plantas por 70.000 dólares, se instaló allí con su esposa, la coreógrafa y bailarina Julia Finch, y sus dos hijos, Flavin y Rainer. En su estudio, junto a la famosa quitanieves, colgaban unos tubos fluorescentes de su gran amigo Dan Flavin, arquitecto y diseñador como él y uno más de la desmembrada familia minimal.
Judd se licenció en Ingeniería y completó su formación en Filosofía, en la Universidad de Columbia, donde fue alumno de Meyer Schapiro. Publicó más de 600 reseñas como crítico de arte, fue ensayista, dibujante y, sobre todo, uno de los artistas más respetados en unos años en que América era un túrmix creativo, con el pop, el conceptual-feminismo, el postminimalismo, el land art, el accionismo. ¿Qué podía unir un ready-made y un tubo fluorescente que se podía comprar en cualquier comercio del ramo? Ambos son un dato abstracto, nada anecdótico (al contrario que las Brillo boxes o las latas Campbell de Warhol), trasmiten la idea de simple exterioridad, sin referencias formales a la figura humana, ideología o literatura (para entendernos, el arte no podía ser narrativo como el de Anselm Kiefer, pero sí como el de Yayoi Kusama, Lucas Samaras o John Chamberlain). Judd quería que su trabajo tuviera la claridad de pensamiento de las matemáticas y la física. No eran formas mudas que flotaban en el espacio sino investigaciones donde un objeto define el espacio que ocupa.
Su obra no se estructura a partir de lo psicológico sino de su naturaleza cultural. Los objetos específicos (como los llamó en su ensayo de 1964) de acero galvanizado o madera contrachapada están exentos de simbolismo, los volúmenes y vacíos de sus pilas y estructuras seriadas, de contornos y ángulos generalmente afilados, se proyectan y se multiplican, son la metáfora de la dependencia de la obra con respecto a las condiciones del espacio. La unidad básica de la pieza es su no manipulación (Judd dibujaba la obra con las instrucciones que daba a los fabricantes sobre el material y la forma) y su atención al color era la de un pintor, logrando una configuración única, desde una escala pequeña –un dibujo– al conjunto arquitectónico, como las que hizo para sus dos fundaciones, la Judd y la Chinati en Marfa, en el desierto de Chihuahuan. Nada menos minimalista que su voluntad de expandirse constantemente. Y la necesidad de explicar su obra en tiempos de encierro.
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