Esta historia es conocida. El pintor Luis Gordillo ha confesado muchas veces que Miki Leal es uno de los artistas fundamentales del arte español contemporáneo. Se conocieron hace veinte años en una charla que el maestro ofrecía en Sevilla. En un momento de la conversación el moderador le pregunta qué artistas le interesan y él responde: «Hoy día el artista que más me gusta se llama Miki Leal». Lo que Gordillo no imaginaba es que Miki estaba entre el público, joven y recién salido de la carrera. Los amigos comienzan a señalarlo y cuando el maestro lo ve en la sala lo invita a subir al escenario. A partir de ahí se hacen inseparables.
Exponen juntos en la galería Rafael Ortiz, y aunque las miradas de uno y otro se antojan antagónicas hay puntos de confluencia que los conducen al respeto y la admiración mutua. Gordillo es obsesivo, paciente, lento, meticuloso. Miki Leal, por el contrario, es ardiente, feroz, rápido, inspirador y resolutivo. A Gordillo le atrae la rapidez con la que el joven es capaz de hilvanar un retrato en cinco minutos y Miki siente una encendida pasión por el mundo interior que anida en el corazón, en la cabeza, en las manos del viejo maestro.
Estos días Miki Leal (Sevilla, 1975) es noticia por varias asuntos. Anda ahora en Palermo inaugurando la exposición titulada Bisoluro, una estela de verano en la iglesia desacralizada de Santa Eulalia, dependiente del Instituto Cervantes. Bisoluro fue un modelo de coche que a modo de torpedo diseñó el arquitecto Carlo Mollino. De esos mimbres está hecha la inspiración del artista.
El segundo proyecto lo llevará este otoño a Copenhague donde expondrá en compañía de Juan Uslé, Soledad Sevilla y Miquel Barceló. Hace años que esas son sus compañías. Y el tercer proyecto es desde hace semanas una realidad. Ha publicado junto a su mujer, la periodista e historiadora del arte María José Solano el libro titulado Jerez, el último título de Tintablanca dedicado a la gran ciudad gaditana.
Fue en Cádiz, precisamente, donde hace unos meses celebró una gran antológica. Llevó por título Cara B. Música de fondo. Reunió un centenar de obras, una colección de cuadernos de dibujo y notas, algunas piezas escultóricas y fragmentos audiovisuales que ayudaban a entender sus últimos treinta años de producción artística.
Bien pensado, su mirada no ha variado tanto de aquellos años a esta parte. «Es cierto. Siguen rondando en mi los mismos temas -confiesa-. ¿Recuerdas esas cajas de fotografías antiguas que uno tiene guardadas en el rincón más olvidado del armario y a las que vuelves cuando no tienes nada mejor que hacer? En mi pintura pasa algo parecido. En la caja de mis fotografías antiguas están guardados siempre los mismos argumentos: el tenis, la música, el jazz, los bodegones, Roma y mis otros viajes, la familia, los amigos… La pintura es hablar de uno mismo».
Una exposición sirve para contarse la vida y contarla a los que tienes enfrente tuya. Y aquella cita en Cádiz sirvió para conocer mejor al pintor sevillano.
-¿Cuál es la génesis, el instante en que destella la inspiración? Tras veinticinco años de trabajo ¿Miki Leal tiene alguna respuesta a estas preguntas?
-Sigo sin tener una respuesta definitiva -responde-. Quizá alguna pista, pero nada definitivo. Hay una memoria subjetiva y afectiva en esos años, en los recuerdos. Yo empecé dedicándome a la música y jamás pensé que las artes plásticas acabarían siendo mi mundo. No sé a dónde voy, a pesar de que me divierte y me estimula lo que hago. Pero no concedo mucho tiempo a pensar en estas cosas.
No es suficiente. Una pintura con una narrativa tan potente tiene detrás de sí, con toda seguridad, razones más sólidas. Miki Leal carraspea, se echa hacia atrás, suspira y evoca: «Me tiré doce años estudiando armonía. Era una obsesión. Y ahora me pregunto para qué me sirvió aquel trabajo. Hoy, en cambio, creo que sí me sirvió porque parte de esa armonía quiero imaginar que está detrás de lo que pinto».
Frente a otras cosas que son tan predecibles o están tan contadas, la pintura sigue siendo un enigma maravilloso en la cabeza y las manos de Miki Leal, un reto todas las mañanas que llega al estudio, un no saber cómo acabará ese día. «Te confieso algo íntimo: No reflexiono lo suficiente. No me doy importancia frente a aquello que pienso. Dicho de otro modo: lo que hago me sale de manera natural y no sé qué narices pasa en mi cabeza o en mis manos para que salga así y no de otra forma», promete. Pero por detrás de esa libertad, por detrás de esa ligereza y serenidad, por detrás de esa desatención al pensamiento y la filosofía que concedemos a todo artista, Miki Leal tiene una novela que contar, un relato que anida detrás de sus obras, un hilo invisible que emparenta a Matisse con David Hockney, al placer de la vida, al gozo del tiempo solo frente al papel o la tela o en compañía de su gente más próxima. «Mi vida, mi obra es una referencia al paraíso como acción, al viaje, a la juventud, a la cresta de la ola. Pero ¡ojo! Ese oasis también tiene una parte tramposa», añade.
-¿Quién pinta más, la cabeza o las manos?
-La imagen me sale de la mano. Hay que dejar que pinte más la mano y que pinte menos la cabeza. La mano te lleva por sitios más auténticos y primitivos. Por eso muchas veces hay que escapar de la cabeza.
En la exposición de Cádiz el comisario Sema D’Acosta quiso que los cuadernos del artista estuvieran presentes. «Cuando reviso un cuaderno antiguo me doy cuenta de que hay una gran fidelidad frente al cuadro terminado. Yo no hago bocetos, pero es verdad que tomo notas. Escribo mucho los cuadros, me los cuento a mí mismo. Y en esos cuadernos que se expusieron en Cádiz me cuento lo que quiero hacer. Siendo tan caótico como soy me viene bien ordenar las cosas que quiero hacer porque de lo contrario me olvidaría de lo realmente importante», asegura Miki Leal.
¿Cuándo se dio cuenta de que no podía ser otra cosa que pintor? A esa pregunta Miki Leal le cuesta contestar. Su familia en Sevilla estaba ligada a la arquitectura, el arte, la música. La muerte de su padre en 1992 lo lleva por azar a la pintura. Aquel año se había hecho con una beca para estudiar música en Boston, pero el fallecimiento del padre lo persuade a presentarse al examen de ingreso en la Facultad de Bellas Artes. Lo aprueba y al poco tiempo los compañeros y profesores que lo rodean le hacen ver que la pintura es el camino que en el fondo andaba buscando.
La sombra de la pintura en Sevilla es tan alargada que es imposible escapar de ella. «Sí. Esa sombra es real -asegura el artista-. Pende de manera aplastante, pero yo entonces no me daba cuenta. Agradezco mis años de formación en aquella facultad porque me enseñaron a dibujar un pie o una mano, algo que ahora se trivializa, pero que es fundamental». «Ahora se pinta y se dibuja con proyectores, pero se está perdiendo el lápiz. Contemplas la obra de Ingres y te preguntas cómo utiliza el lápiz o el pincel, cómo aprieta o suaviza la presión, cómo se acerca y se aleja para componer y estructurar», asevera. «Eso por mucho que las tecnologías quieran cambiar el lenguaje del arte sigue siendo fundamental», concluye.
Más historias
María Blanchard: la primera cubista
Christian García Bello
Mar Sáez la fotógrafa del retrato