4 octubre 2024

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Pinin Brambilla, más de 20 años restaurando “La última cena”

«El estado de la obra, cuando la vi por primera vez, no se podía creer. No podías ver la pintura original, estaba completamente cubierta por yeso y más pintura. Tenía cinco o seis capas encima. Me tuve que preguntar a mí misma si era un Leonardo o no, porque estaba completamente irreconocible».

Esta fue la reacción de la italiana Pinin Brambilla, una de las mayores autoridades mundiales en conservación de frescos renacentistas, cuando se encontró frente a frente con «La última cena».

Era 1977 y Brambilla, quien falleció a los 95 años de edad en 2020, había asumido el reto de restaurar la gran obra de Da Vinci comisionada por el duque de Milán Ludovico Sforza hace más de 500 años.

No era la primera en tratar de salvar este imponente mural de 4 metros y medio de altura que decora un muro del refectorio del monasterio de la Iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán.

Otros antes que ella habían intentado rescatar sin éxito esta obra destinada a desaparecer, y estos esfuerzos habían culminado en un rotundo fracaso.

Desde que Leonardo finalizó la obra en1498, «seis restauradores trabajaron en la pintura. Y cada uno de ellos cambió la fisionomía, las características y las expresiones de los apóstoles», le dijo Brambilla al periodista Mike Lanchin de la BBC, cuando la entrevistó en 2016.

Mateo, por ejemplo, era un hombre joven, pero los sucesivos intentos por detener el deterioro del mural lo habían convertido en «un hombre mayor, de cabello oscuro y cuello pequeño».

Cristo, aunque no estaba tan cambiado, «había perdido parte de su humanidad, de su belleza», dijo Brambilla.

«Lo que buscamos con nuestra restauración fue recuperar el carácter de cada individuo. Y eso fue muy emocionante», explicó. Y es que el gran problema del mural -que captura el drama de la cena de la Pascua judía y el momento en que Jesús revela a sus discípulos que uno de los ellos lo va a traicionar- es que comenzó a desintegrarse casi apenas terminado.

Debido a su consabido perfeccionismo, Leonardo desestimó la tradicional técnica de la pintura al fresco, en la que el artista aplica la pintura sobre una capa de mortero de cal aún húmeda.

Esta metodología hace que el pigmento se fije a la pared, pero requiere trabajar con premura para finalizar los trazos antes de que se seque la pared.

Para evitar las prisas y dedicarle tiempo a cada detalle, Leonardo decidió aplicar una técnica experimental que consistía en pintar con témpera u óleo sobre una superficie de yeso ya seca.

Esto hizo que los pigmentos no quedaran adheridos de forma permanente a la pared. Y con el tiempo -que un principio parecía haber jugado a favor del artista- la imagen comenzó a descascararse. Varios factores contribuyeron al deterioro del Cenáculo (como también se conoce a la obra).

Por empezar, la pared del refectorio donde está pintado el mural absorbía la humedad de un arroyo subterráneo que corría bajo el monasterio, un detalle que Leonardo desconocía. Dada también su ubicación, recibía oleadas de humo y vapor que emanaban de la cocina.

Años más tarde, el ejército de Napoleón usó el edificio como establo y más recientemente, durante la II Guerra Mundial, una bomba aliada cayó sobre el convento.

Aunque el muro permaneció en pie, quedó expuesto a los elementos.

Sin embargo, lo más preocupante para Brambilla no era lo que el tiempo y la intemperie habían hecho con la obra, si no los esfuerzos de conservación poco afortunados que se habían hecho para salvarla.

«Lo primero en lo que me fijé es en lo que pasó en los años desde que Leonardo la pintó. En qué restauradores hicieron qué cosas, en cómo trabajaron y en qué materiales usaron», le dijo Brambilla a la BBC.

Manos a la obra
Después de sellar inicialmente la sala para evitar la entrada de más polvo y suciedad, y tras montar enormes andamios frente al fresco, la restauradora y un pequeño grupo de asistentes hicieron pequeños agujeros en la pared para insertar cámaras diminutas y establecer cuántas capas de pintura cubrían la obra original.

Trabajamos con pequeños fragmentos a la vez, con mucha dificultad, porque la pintura que estaba debajo (la de Leonardo) era muy frágil, mientras que la que estaba por encima era muy robusta», explicó Brambilla haciendo un gesto con las manos que revela que el tamaño de esos fragmentos no superaba los 5 x 5 cm.

Laboriosamente, con ayuda de lupas, instrumentos quirúrgicos y toneladas de paciencia, el equipo fue retirando las capas de pintura y pegamento para revelar los colores originales de la obra, mientras que dejaron otras partes al desnudo, retocadas apenas con acuarelas.

Finalizar cada sección demoró meses, años. Múltiples interrupciones afectaron además la continuidad del trabajo: desde dificultades técnicas y burocráticas hasta visitas de dignatarios extranjeros y miembros de la realeza europea.

Fin de los trabajos
La dedicación de Brambilla también impactó su vida y sus relaciones familiares.

«El trabajo me hacía pasar mucho tiempo lejos de mi marido y mi hijo. A veces trabajaba sola, incluso sábados y domingos hasta el mediodía. En un momento mi marido me dijo ‘basta’, esto es suficiente para La última cena, quiero vivir un poco’. Pero yo estaba totalmente obsesionada», recordó Brambilla.

Hasta que finalmente en 1999, después de poco más de dos décadas, cuando la experta ya tenía más de 70 años, dio la tarea por terminada.

Al quitar siglos de restauraciones dudosas, trazos que eran crudos en inexpresivos se volvieron delicados, refinados. Ahora se podía ver claramente la comida sobre la mesa, los dobleses en el mantel.

Algunos críticos creen que la restauración le quitó demasiada pintura a la obra, otros dicen que está casi como cuando Leonardo la terminó.

Brambilla quedó satisfecha con su trabajo, pero confesó la tristeza que sintió cuando acabó el proceso.

«Cuando terminé de trabajar en la pintura, estaba triste porque tenía que abandonarla», dijo, reconociendo que es algo que le ocurrió no solo con Leonardo.

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