Contemporánea del pintor holandés, la institución adquiere tres de sus grabados, que reflejan el difícil camino hacia el éxito de las creadoras de un movimiento pictórico dominado por firmas masculinas.
Mary Cassatt, Berthe Morisot y Marie Bracquemond son tres pintoras impresionistas que trabajaron en París en el siglo XIX al mismo tiempo que sus famosos colegas masculinos. Agrupadas en torno al apelativo de Las tres grandes damas del impresionismo, forman una liga de artistas cuyo talento logró superar la barrera del arte entendido, en su caso, como un pasatiempo decorativo. Originaria de Estados Unidos, Cassatt (1844-1926) fue además la introductora del movimiento pictórico en su país natal. Tras una década de búsqueda, el Museo Van Gogh, de Ámsterdam, ha adquirido tres de sus grabados en color, y una litografía en blanco y negro. Un sueño hecho realidad para la pinacoteca holandesa, que posee una de las mejores colecciones del mundo de grabados Fin de Siècle. Junto con el Rijksmuseum, son las dos únicas salas que tienen obras de pintoras impresionistas en Países Bajos.
Mary Cassatt nació en Pittsburgh (Pensilvania) en una familia de clase media alta. No hubo otra artista estadounidense en el círculo impresionista. Su biografía señala que sus antepasados eran hugonotes, los protestantes franceses de doctrina calvinista, y que su apellido original era Cossart. Después de estudiar arte en su país y en Europa, acabó asentándose en París hacia 1875. Adelantada a su tiempo en el uso del color en el grabado, en 1879 puso todo su empeño en una técnica difícil de dominar pero con la que logró unos efectos admirados por sus colegas Edgar Degas y Camille Pisarro.
Fechados entre 1890 y 1891, los tres grabados comprados por el Van Gogh retratan sendos momentos íntimos: una joven lavándose frente al espejo, otra de pie mientras la modista le arregla el bajo de un vestido, y una más cerrando una carta. “Como varios de sus contemporáneos, Van Gogh entre ellos, Cassatt se inspiró en las series de estampas japonesas exhibidas en París en 1890. El pintor holandés absorbe los colores con fuerza, y ella los aplica con tal maestría que semeja una pintura”, dice, en conversación telefónica, Fleur Roos Rosa de Carvalho, conservadora sénior del museo. En su opinión, la calidad de la compleja técnica de planchas metálicas utilizadas y la sutileza con que trata sus motivos “añaden valor a unas obras de gran calidad y muy difíciles de encontrar”. “Las habríamos comprado igual si fueran de impresionistas varones, pero estamos encantados de aumentar nuestra colección de grabados hechos por mujeres artistas”, asegura.
La litografía presenta a una joven con binoculares en un palco del teatro. El conjunto ha costado casi 1,5 millones de euros, financiados con fondos privados destinados a la cultura. Es una escena social, mientras que otras de las mujeres mostradas por Cassatt están en un ambiente hogareño y recogido. Es lo que se denominaba “el ritual silencioso de lo cotidiano, con un tono a la vez espiritual y meditativo, que encontramos también en las obras de Vermeer”, sigue explicando la conservadora. “Cassatt logró, sobre todo en sus cuadros, una mirada íntima que hoy llamaríamos orgánica”. Se refiere a los lienzos donde la artista presenta a madres con sus hijos con la sensibilidad y fuerza del lazo materno. “En cierto modo, es la pintora de la maternidad, aunque ella decidió no casarse o formar una familia para mantener su independencia”. En las cartas dirigidas a su hermano Theo, Vincent Van Gogh hablaba de “dos buenas pintoras que valen la pena, y en esos momentos solo podía referirse a Cassatt y a Berthe Morisot, que eran las más reconocidas”, añade. No está claro si Theo, marchante de arte, vendió alguna de estas obras.
Cassatt mantuvo una estrecha relación profesional con el pintor Edgar Degas, que la invitó a presentar sus cuadros con el grupo de impresionistas. Por su parte, Berthe Morisot, casada con Eugène Manet, el hermano del pintor Édouard Manet, fue la única mujer que participó en la primera muestra impresionista. Había expuesto antes en el apreciado, a la vez que temido, Salón de París. Patrocinada por el Gobierno francés y con un jurado académico, era la exposición anual de la Academia de Bellas Artes. Cassatt, quien también presentó allí sus obras, era muy crítica con los criterios de los jueces, que rechazaban a menudo a las artistas si no tenían un patrono o bien un protector. Morisot se hizo famosa, pero a pesar de su éxito los críticos solían resaltar su “elegancia y encanto femenino”. Unos adjetivos que no se adjudicaban a sus colegas masculinos.
En 1971, la historiadora estadounidense Linda Nochlin publicó un ensayo que aborda este fenómeno y se considera el texto fundacional de la teoría artística feminista. Titulado ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?, señala: “No hay un estilo femenino innato. Las mujeres artista o las escritoras se muestran más cercanas a otros creadores de su época que entre ellas mismas”. No le parece que temas como la maternidad o la crianza puedan equipararse a un estilo, “porque también los abordaron varones como Monet o Renoir, impresionistas reconocidos” sin recibir esos apelativos.
Según Fleur Roos Rosa de Carvalho, el precio pagado por los grabados y la litografía de Cassatt muestran el alto valor atribuido hoy a las obras de estas artistas. “Es verdad que su éxito no puede compararse aún con el de sus colegas, aunque ellos sí las valoraron en su momento sin hacer otro distingo que la calidad de sus obras”, asegura. Marie Bracquemond es un ejemplo de la importancia de ese apoyo, también en la vida privada. Llamó la atención de Degas con sus diseños para decorar porcelana y expuso en tres muestras impresionistas. Su esposo, Felix Bracquemond, era un pintor de éxito muy crítico con el impresionismo. A pesar de la valía de su mujer, la desanimó de tal modo en público que ella dejó prácticamente de pintar hacia 1890.
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