Wifredo Lam, aquel “asombroso pintor negro cubano en el que confluyen las mejores enseñanzas de Picasso con las tradiciones asiáticas y africanas, combinadas de un modo sorprendente y genial”, tomará hasta el 15 de agosto las salas del Museo Reina Sofía de Madrid en una ambiciosa exposición que suma 250 obras. Las comillas pertenecen a Aimé Césaire, poeta y político de Martinica fallecido en 2008. Y el superlativo, servido ayer en su presentación, hay que atribuírselo a Manuel Borja-Villel, director del museo, quien describió a Lam (Sagua La Grande, Cuba, 1902-París, 1982) como el pintor más fascinante del siglo XX. Las pulsiones híbridas de una obra que corrió en paralelo a una vida tan agitada como la centuria que le dio cobijo son objeto de una antológica montada en coproducción con el Pompidou y la Tate, en cuya escala madrileña otorga especial atención a sus trabajos que realizó en España entre 1923 y 1938.
Hijo de un artesano chino procedente de Cantón y de un ama de casa descendiente de africano y española, Wifredo Óscar de la Concepción Lam y Castilla hunde sus raíces existenciales en el mestizaje, también el religioso: el catolicismo y el culto a los dioses africanos que sobrevuelan su obra los recibió desde la cuna. La afición por el dibujo llegaría después: ya de muy niño recibió educación artística, aunque su gran oportunidad no llegó hasta 1923, cuando fue becado para viajar a España y estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando.
De aquellos años proceden los primeros cuadros que cuelgan en el recorrido. Fascinado por las maravillas del Prado, realiza majestuosos retratos de sus compañeros y amigos. La implicación de Lam con España es grande. Conoce a Lorca, Valle Inclán o Azorín, entre otras estrellas del firmamento intelectual del momento. Simpatizante decidido de la República, arrimó el hombro durante la Guerra Civil como empleado de una fábrica de granadas, en la que sus pulmones terminarían severamente afectados.
Antes de la contienda, ya había conocido el éxito y caído fascinado por la obra de Juan Gris, Joan Miró y Pablo Picasso. En España, su vida y su trabajo se funden como en uno de sus cuadros plenos de referencias cruzadas. En Cuenca conoce a la que sería su primera esposa, Eva Píriz, con la que tuvo un hijo, Wifredo Víctor. Ambos murieron de tuberculosis en 1931.
El desarrollo de la guerra le empuja a emigrar a Barcelona y de allí, en 1938, a París, donde la excepcional acogida de Picasso resultaría determinante para su éxito. Borja-Villel, comisario de la exposición junto a Catherine David, conservadora del Pompidou, aseguró que este primer exilio marcó a un pintor que cabe calificar de primer artista global: “Sus múltiples viajes determinaron la modernidad de su trabajo. Sus creaciones ocupan un lugar singular en el arte del siglo XX como ejemplo de la circulación plural de formas e ideas en el contexto de las vanguardias, y de los intercambios entre distintos movimientos culturales, mucho antes de que la cuestión de la globalización se comenzara a plantear en los años noventa”. Y añade: “Se codeó con todas las vanguardias del momento. Afrontó también los problemas del mundo y fue pionero de un trabajo que integraba el modernismo occidental con símbolos africanos o caribeños. Su obra, profundamente comprometida, explora la diversidad de expresiones y de medios”.
La diversidad y el carácter internacional asaltan al visitante en las diferentes salas. Dividida en cinco ámbitos, la antológica se adentra, tras el interludio español, en su primer periodo francés, entre 1938 y 1941. Con la maleta cargada de dolor y la sorpresa, compartida por Picasso, de la influencia que la escultura africana tiene sobre el arte europeo, pinta figuras de rostros desdibujados y su mundo se puebla de máscaras, más que personas.
En París también trabó contacto con André Breton y el surrealismo, ya en su fase agonizante. La ocupación de París por los nazis provoca el éxodo de su grupo a Marsella. Testimonio de esa época, se muestran numerosos dibujos a tinta china en cuadernos en los que reproduce y mezcla elementos humanos, vegetales y animales, unas figuras híbridas que pronostican su retorno a Cuba.
Con dos exilios a sus espaldas y después de 18 años en Europa, Lam llega a Martinica junto a Breton y otros artistas. Allí conoce a Aimé Césaire, poeta de la negritud. En Cuba descubre la corrupción, el racismo y la miseria imperantes en la isla. Su obra se puebla entonces de figuras sincréticas donde la energía y los mundos espirituales de las culturas caribeñas se funden en una búsqueda incesante del alma afrocubana.
El último tramo de la muestra narra cómo deja La Habana en 1952 para regresar a París. Son los días en los que su presencia en exposiciones internacionales se multiplica. Estados Unidos, Inglaterra, Bélgica, Francia y Japón son algunos de los países en los que se exhibe su obra de manera habitual.
Casado en 1960 con la artista sueca Lou Laurin, madre de tres de sus hijos, a finales de los sesenta descubre su pasión por la terracota y se instala en Albissola (Italia). Tomando esta ciudad como cuartel general, siguió viajando por el mundo, incluidos los regresos ocasionales a su isla natal. Murió el 11 de septiembre de 1982. Tras ser incinerado en el crematorio de Père Lachaise, sus cenizas fueron depositadas en el cementerio de Colón, en La Habana.
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