Hay ferias de arte de renombre, como Art Basel, que llevan celebrándose continuadamente desde los años setenta. La primera de la historia, Art Cologne, la fundó Rudolf Zwirner (el padre de David Zwirner, el famoso galerista con espacios en Nueva York, Londres, París y Hong Kong), solo unos años antes, en 1967. No fue sin embargo hasta hace alrededor de una década, a partir de los primeros 2000, que estos eventos se convirtieron en el fenómeno de masas que hoy conocemos. Y en el caballo que tira del carro del mercado del arte, una industria que en 2018 superó la cifra global de 62.000 millones de euros, según un informe elaborado por la propia Art Basel y UBS. Con más de 300 citas anuales desperdigadas por todo el planeta, muchos de estos cónclaves de comerciantes, coleccionistas, profesionales y público se materializan solo durante unos días, normalmente cuatro o cinco. No suelen contar con estructuras ni edificios propios sino que se montan y desmontan en recintos feriales (o de otro tipo), con todos los gastos que eso conlleva.
Esta semana arrancan en Madrid los fastos de la llamada semana del arte, donde en un breve espacio de tiempo coinciden en la capital una decena de ferias, además de incontables muestras y acontecimientos satelitales: empezando por el gigante Arco hasta acabar en otras propuestas de menor tamaño como Art Madrid, Just Mad, Drawing Room o Flecha. El pasado 2019, más de 100.000 visitantes pasaron por Ifema para ver de primera mano, y en algunos casos adquirir, las obras que se despliegan en el mayor acontecimiento pop-up del arte contemporáneo en España. Si bien aquí no cabe esperar la acumulación de multimillonarios que se da en ferias como las que se celebran en Basilea o Miami, donde no pocos coleccionistas y compradores se desplazan en sus propios aviones, lo cierto es que el movimiento de tal cantidad de personas deja tras de sí una notable huella de carbono. Aun sin cifras oficiales, lo mismo ocurre con el embalaje y transporte de las obras, muchas de ellas llegadas desde el extranjero, así como la instalación y desinstalación de los estands, el servicio de cátering, las tarjetas, acreditaciones y folletos y otros tantos etcéteras que hacen posible la viabilidad de la feria.
Hace ya un tiempo que muestras como Frieze, en Londres y, más recientemente, desde 2019, Art Basel y su filial Art Basel Miami (la tercera pata, en Hong Kong, hubo de cancelarse este febrero por el coronavirus), han puesto sobre la mesa la carta de su propia sostenibilidad. Aunque en este último certamen, como explica la comisaria Blanca de la Torre, “solo han tenido presente la cuestión a través de charlas, mientras que en Frieze sí que han intentado reducir su huella de carbono”. En los últimos años, otras instituciones como la Bienal de Venecia han sacado el tema a la palestra por medio de los trabajos de los artistas. El pabellón de Lituania de 2019, que se alzó con el codiciado León de Oro, transformó el interior de un edificio histórico de la ciudad de los canales en una atestada playa artificial desde la que se proponía una reflexión sobre el calentamiento global a través de una ópera-performance para 13 voces
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