El artista, que perdió a su esposa, la pintora María Moreno, poco antes del confinamiento, trabaja en un autorretrato de su infancia.
Apenas tres meses después de la muerte de María Moreno, Antonio López sigue trabajando.Confinado en su casa –nada raro en él–, se dedica a una escultura basada en una fotografía de cuando él tenía seis meses. Se reencuentra con el niño que fue 84 años después, en un momento en el que admite no comprender lo que está pasando. «Hay algo que el hombre no está haciendo bien»
El pasado 17 de febrero moría María Moreno, pintora del llamado grupo de realistas madrileños. La mujer que acompañó durante más de sesenta años al también pintor Antonio López, adscrito a la misma corriente y figura principal. Estos días se ha escrito mucho sobre si ella quedó ocultada por él, un artista cuya menudez no le impide proyectar una abrumadora sombra, por más silenciosa que sea. A él, esta cuestión le parece absurda, lógica, eso sí, pero sin sentido, muy de estos tiempos anatemizados por eslóganes, pero con poca vida detrás. Era desconocer la vida de María Moreno, caer, precisamente, en lo mismo que ahora se quiere conjurar por ley: que ella solo era género, cuando lo fue todo, artista y, claro, mujer.
¿Tiempos difíciles? «Bueno. No sabría decir. Como siempre, más para unos que para otros. No me puedo quejar. La vida es así, inconcebible sin la muerte. Sigo haciendo lo mismo cada día desde hace años, pero ahora observo el mundo y hay momentos en que me parece extraño. Hay cosas que no entiendo, me extraño de lo que está pasando y no consigo comprenderlo, pero creo que eso le pasará a la mayoría. ¿Tú lo entiendes?». Habla con su habitual desprecio a la prosopopeya, a la inflamación del dolor. Dolor y bondad. «La enfermedad de Mari fue larga, lo pasó mal al final, pero igual que fue una persona buena en la vida, fue buena en su propio dolor. No había queja alguna. ¿Puede haber más sabiduría?». Su voz suena lejos, pronuncia con desgana, mezclada con los ecos de su casa casi vacía, con paredes enyesadas, como si formara parte de sus inacabadas pinturas. Con un intenso olor a tierra. Una vez me contó que cuando Francisco Umbral iba a cenar a su casa le echaba magdalenas al perro. Como si estuvieran en Combray, y él no más que un Proust de secano.
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